Natxo Vadillo
La soberanía tecnológica en seguridad y defensa, el dilema estratégico de una potencia incompleta
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La Unión Europea se enfrenta a una disonancia estratégica de primer orden. Se proyecta en el mundo como una potencia económica y regulatoria, capaz de fijar estándares globales, pero esta fortaleza enmascara una profunda y peligrosa debilidad: su dependencia tecnológica de potencias extranjeras, principalmente Estados Unidos y China, la convierte en un actor geopolíticamente vulnerable en un tablero mundial cada vez más conflictivo.
La soberanía tecnológica ha dejado de ser una opción de política industrial para convertirse en un imperativo para la capacidad de Europa de actuar de forma autónoma. Ya no se trata de autarquía, sino de tomar decisiones independientes, libres de interferencias o coacciones externas no deseadas.
La pandemia de COVID-19, la agresión rusa a Ucrania o la creciente competencia sistémica han sido los toques de atención definitivos, exponiendo sin piedad una vulnerabilidad que Europa no puede seguir ignorando, obligando a un cambio de paradigma desde la eficiencia económica pura hacia la fortaleza geopolítica.
El talón de Aquiles digital de Europa
La arquitectura de la seguridad y la prosperidad europea se asienta sobre cimientos digitales frágiles, controlados en gran medida desde el exterior. La dependencia comienza en el nivel más fundamental: los semiconductores, el «petróleo» del siglo XXI. Con solo el 10% de la cuota del mercado mundial, la UE se encuentra en una posición de extrema vulnerabilidad. La escasez global que siguió a la pandemia fue una prueba de estrés que el continente no superó, obligando a paralizar fábricas en sectores vitales como el automotriz.
La respuesta, la Ley de Chips de la UE, que entró en vigor en septiembre de 2023, busca duplicar esa cuota al 20% para 2030, pero la inversión europea de 43.000 millones de euros para fortalecer este sector, palidece frente a los casi 280.000 millones de dólares de la Ley de Chips y Ciencia de EEUU (De ellos, 52.000 millones destinados a la producción local de semiconductores). Desde la industria española se advierte que, sin una acción coordinada y ágil, el objetivo es «imposible» de alcanzar, dejando a Europa «vendida» ante el dinamismo de sus competidores.
Esta dependencia se agrava en la computación en la nube, la infraestructura sobre la que se construye la economía digital. Los gigantes tecnológicos estadounidenses Microsoft y Amazon controlan colectivamente más del 38% del mercado europeo, una cifra que supera el 70% si se incluye a Google Cloud. Esta concentración expone los datos más sensibles de empresas y administraciones a legislaciones extraterritoriales como la U.S. CLOUD Act.
La respuesta europea, la iniciativa Gaia-X, lanzada en 2020 con la promesa de crear una infraestructura de datos soberana, se ha convertido en un espejismo, paralizada por tensiones en su gobernanza y una madurez técnica insuficiente. La paradoja es que Gaia-X, nacida para contrarrestar el dominio estadounidense, ha acabado incluyendo como miembros a los mismos que pretendía desafiar, provocando acusaciones de «sovereignty-washing» (es decir, promesas vagas de cumplimiento sin garantías concretas) y la retirada de miembros fundadores clave.
En la carrera por la Inteligencia Artificial (IA), Europa también corre el riesgo de quedar relegada a un papel de mero consumidor y regulador. La brecha de inversión de capital riesgo frente a EE.UU. y China es abismal; y los 1.300 millones de euros previstos en el programa Europa Digital para 2025-2027 son insuficientes para competir a escala global. Esta debilidad industrial crea una peligrosa paradoja: la UE se ha posicionado como pionera con su Ley de IA, pero una regulación excesivamente rígida podría ahogar la innovación europea, obligando a depender de sistemas foráneos y socavando el propósito mismo de la soberanía digital.
Finalmente, en el ámbito de la ciberseguridad, Europa ha construido un sofisticado andamiaje normativo con la Directiva NIS2 y la Ley de Ciberresiliencia. Sin embargo, este escudo legal presenta fisuras, ya que la industria europea de ciberseguridad está fragmentada y depende en gran medida de tecnologías de proveedores no europeos, principalmente de Estados Unidos e Israel. Esta «pila de dependencias», donde la falta de chips soberanos afecta a la capacidad de construir una nube soberana, y la ausencia de esta última limita el desarrollo de una IA competitiva, hace exponencialmente más difícil alcanzar la autonomía.

De la guerra en Ucrania a la desinformación
Estas vulnerabilidades tecnológicas no son un riesgo teórico; se traducen en amenazas concretas y cotidianas. La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha sido un brutal despertar a la realidad de la guerra moderna, un laboratorio de tácticas híbridas donde la agresión militar convencional se combina con ciberataques contra infraestructuras críticas, sabotajes y campañas de desinformación a escala industrial.
Estas tácticas no se limitan al teatro de operaciones ucraniano, sino que se aplican sistemáticamente contra Europa. Un estudio documentó cerca de 60 operaciones de sabotaje y ciberataques atribuidas a los servicios secretos rusos en suelo europeo entre 2022 y finales de 2024. En España, los ciberataques contra infraestructuras esenciales se incrementaron un 43% en 2024, con el sector energético como principal objetivo.
A esta agresión se suma el ciberespionaje industrial, un saqueo silencioso diseñado para debilitar la base industrial europea. El coste económico es astronómico: solo en Alemania, se estima que el robo de propiedad industrial superó los 200.000 millones de euros en 2023. El FBI ha alertado sobre grupos patrocinados por estados como China y Rusia que tienen como objetivo sistemático el robo de secretos empresariales para acelerar el desarrollo de sus propias compañías. Casos como el ataque a Airbus, perpetrado a través de la cuenta comprometida de un proveedor, evidencian que las cadenas de suministro globales son ahora un vector de ataque prioritario.
La manipulación informativa se ha consolidado como otra un arma estratégica para erosionar la cohesión social y la confianza en las instituciones democráticas. Tanto la OTAN como la UE identifican a Rusia y China como los actores más peligrosos en este dominio. Rusia utiliza la desinformación de forma ofensiva para desestabilizar, mientras que China despliega campañas más sofisticadas para proyectar una imagen positiva y expandir su influencia. Para España, esta amenaza es una prioridad máxima, como recoge el Informe Anual de Seguridad Nacional de 2023, que sitúa las campañas de desinformación y el uso malicioso del ciberespacio como la principal preocupación para la seguridad del país.
La soberanía tecnológica como imperativo estratégico
Frente a este panorama, alcanzar la soberanía tecnológica no es un fin en sí mismo, ni una mera estrategia defensiva: es la condición sine qua non para que Europa pueda defender sus intereses, proteger su modelo de sociedad y competir en el escenario global.
En el ámbito de la defensa, la dependencia de componentes o software de origen no europeo en sistemas de armas críticos es una vulnerabilidad inaceptable que un adversario podría explotar en un momento de crisis. Más allá del campo de batalla, esta capacidad de actuar es fundamental para la resiliencia de la sociedad, pues la protección de infraestructuras críticas (redes energéticas, sistemas sanitarios, mercados financieros) depende de la seguridad de sus componentes digitales.
Al mismo tiempo, la dependencia tecnológica amenaza con provocar un «Efecto Bruselas» inverso. Si Europa no desarrolla sus propias tecnologías, se verá forzada a importar masivamente soluciones que pueden no ser compatibles con sus valores fundamentales: la privacidad, la protección de datos y los principios democráticos. La capacidad de la UE para ser un legislador global, ejemplificada en el RGPD o la Ley de IA, se ve fatalmente socavada si no cuenta con una base industrial capaz de ofrecer alternativas que cumplan con dichas normas.

La fragmentación y pasividad que lastran a la UE
A pesar de la abrumadora evidencia sobre la necesidad de actuar, Europa avanza con una lentitud exasperante, lastrada por obstáculos internos. El Cuadro de Indicadores de Inversión en I+D Industrial de la UE de 2024 revela que, aunque las empresas de la UE registraron un sólido crecimiento nominal en 2023, el esfuerzo se concentra en sectores maduros como el automotriz, mientras va a la zaga de EE.UU. en TIC y salud, y China gana terreno a una velocidad vertiginosa en todos ellos.
Esta brecha de inversión se combina con el mayor lastre de Europa: su propia división política. No existe un entendimiento común entre los 27 Estados miembros sobre lo que implica la soberanía tecnológica ni sobre el grado de intervención y coordinación que se requiere. Esta falta de consenso genera un dilema de legitimidad, ya que las políticas de soberanía implican tomar decisiones estratégicas con efectos distributivos que inevitablemente generan controversias políticas.
Pero también existe una paradoja regulatoria. La UE se enorgullece de ser un líder en regulación digital, pero esta fortaleza puede convertirse en una debilidad si no va acompañada de liderazgo en innovación. Un enfoque excesivamente centrado en la regulación puede crear barreras para las startups europeas, mientras que los gigantes tecnológicos extranjeros disponen de recursos para adaptarse.
España, una apuesta entre la UE y la OTAN
El caso de España es un microcosmos de los dilemas y oportunidades a los que se enfrenta Europa. El país ha adoptado un discurso ambicioso en materia de autonomía estratégica, alineándose con la agenda europea a través de su Estrategia Industrial de Defensa 2023, que busca «aumentar el nivel de autonomía estratégica» y «reducir la dependencia de terceros».
Este compromiso se ha visto respaldado por un esfuerzo presupuestario sin precedentes, con un plan de inversión de 10.471 millones de euros para 2025 con el objetivo de alcanzar el 2% del PIB en gasto en defensa. De forma significativa, un 31% de esta inversión se destinará al «desarrollo y adquisición de nuevas tecnologías de telecomunicación y ciberseguridad».
Sin embargo, esta apuesta por el pilar europeo choca con su postura en el eje atlántico. En la reciente cumbre de la OTAN en La Haya de la semana pasada, los líderes aliados acordaron un nuevo objetivo de gasto del 5% del PIB para 2035. España se posicionó como el principal detractor de esta medida, defendiendo que su compromiso de alcanzar el 2,1% es «suficiente, realista y compatible» con su modelo social, lo que provocó un visible desencuentro con socios clave y situó al país en una posición de aislamiento.
La clave de esta aparente disonancia reside en su entusiasta participación en las iniciativas de defensa de la UE. España es el tercer país con mayor número de empresas participando en proyectos del Fondo Europeo de Defensa (FED), tomando parte en un 78% de los proyectos financiados desde 2022. Nuestro país parece estar haciendo una apuesta clara: priorizar el pilar europeo de la defensa, donde puede ser un actor protagonista, aun a riesgo de generar tensiones en el foro transatlántico.
Forjar la soberanía o aceptar la subordinación
La ventana de oportunidad para que Europa revierta su dependencia y forje una soberanía tecnológica real se está cerrando. La inacción o las medias tintas ya no son una opción: se requieren acciones audaces y coordinadas.
A nivel europeo, es imperativo superar la fragmentación y la timidez, evolucionando hacia una auténtica estrategia de inversión conjunta en tecnologías críticas, posiblemente a través de Proyectos Importantes de Interés Común Europeo (IPCEI) que eviten la duplicación de esfuerzos. El poder regulatorio de la Unión debe usarse de forma proactiva para crear mercados para sus propias tecnologías soberanas, por ejemplo, exigiendo que los datos públicos más sensibles se alojen exclusivamente en infraestructuras cloud con certificación europea.
La disyuntiva a la que se enfrenta Europa es existencial. La verdadera elección está entre ser un actor soberano, capaz de decidir su propio futuro, o convertirse en un mero campo de juego digital, un mercado de consumo pasivo para las tecnologías y los intereses de otras potencias. La dependencia tecnológica, si no se aborda con la urgencia, la inversión y la voluntad política que requiere, se convertirá inexorablemente en subordinación geopolítica. Y Europa debe actuar ahora, con decisión y unidad, antes de que sea demasiado tarde.